España es un país que nunca se agota. Crees que lo conoces y, de pronto, aparece un desvío que te lleva a un pueblo donde el tiempo parece haberse parado. O una curva que regala una vista que no sale en las guías. La carretera, aquí, no es solo un medio: es parte de la aventura. Viajar en coche tiene ese punto de libertad que engancha. No hay horarios que cumplir, ni prisa por llegar. Puedes parar en un bar de carretera solo porque huele a guiso, entrar en una tienda que anuncia “pan casero” o quedarte viendo un atardecer desde el arcén. La verdad es que esas cosas, las pequeñas, son las que acaban en la memoria.
Moverse por España en coche es sinónimo de libertad. Nada de mirar horarios ni de andar pendiente de conexiones: la carretera manda y tú decides dónde parar. Para quienes llegan desde fuera o no tienen vehículo propio, alquilar es lo más cómodo. Goldcar está en prácticamente todos los puntos clave —aeropuertos, estaciones, ciudades grandes— y eso hace que empezar un viaje sea tan simple como recoger las llaves y salir a rodar. Hay quien prefiere un coche pequeño para moverse fácil por las ciudades y otros buscan algo más amplio para ir con la familia; en cualquiera de los casos, la elección es sencilla. Y lo bonito de esto es que no tienes que pensarlo demasiado: basta con arrancar, poner música y dejar que la carretera decida el resto.
Del Cantábrico al Atlántico: la ruta del norte
Quien ha conducido por el norte sabe que cada curva es distinta. San Sebastián abre la ruta con la bahía de la Concha y bares de pintxos que parecen no acabarse nunca. A media hora de allí, Bilbao recibe con el Guggenheim, que impresiona incluso a quien no pisa museos. Cantabria invita a detenerse en playas como Liencres o a caminar por Santillana del Mar, un pueblo que parece sacado de un libro de historia. En Asturias, el verde es protagonista: montañas, prados, vacas pastando y sidra servida desde lo alto de la botella. No es raro que acabes aparcando solo para escuchar el silencio, roto por alguna gaita en una fiesta local. Y Galicia… Galicia es otra cosa. Carreteras que bordean acantilados, faros que parecen custodiar el océano y la llegada a Santiago, donde todo se mezcla: peregrinos, turistas y gente del barrio tomando un vino en la plaza.
Castilla-La Mancha: tras las huellas de Don Quijote
La Mancha es horizonte puro. Carreteras rectas, sol en lo alto y molinos blancos que siguen desafiando al viento. Toledo es un buen arranque, con sus callejuelas donde conviven iglesias, sinagogas y mezquitas. De ahí, lo suyo es seguir hasta Consuegra, Alcázar de San Juan o Campo de Criptana. Lo típico es hacerse la foto con los molinos, sí, pero también merece la pena sentarse en una venta de carretera y pedir un plato de pisto o un queso manchego. No hay prisa, aquí el tiempo va más despacio. Y si lo que apetece es naturaleza, el desvío hacia las Tablas de Daimiel o las Lagunas de Ruidera sorprende. Aguas tranquilas, aves, senderos que se cruzan con el asfalto. En coche, moverse por la Mancha es redescubrir la calma.
Sur andaluz: del arte a la costa
Andalucía es puro contraste. En Sevilla, la Giralda se impone entre naranjos y callejuelas que huelen a azahar. Córdoba sorprende con su Mezquita, y Granada emociona con la Alhambra, sobre todo al atardecer, cuando la luz cambia cada minuto. Después, rumbo al mar. Los pueblos blancos parecen colgar de la montaña, y sus calles estrechas obligan a caminar sin mapa. Málaga ofrece museos, playa y tapas en una misma tarde. Y Almería, con Cabo de Gata, rompe cualquier expectativa: carreteras solitarias, playas vírgenes y un paisaje volcánico que parece sacado de otro planeta. Lo bonito de esta ruta es la mezcla. El arte, la comida, los acentos que cambian cada pocos kilómetros. Y sí, también el calor, que obliga a parar más veces de las previstas.
Mediterráneo en ruta: de Barcelona a Valencia
La costa mediterránea tiene un aire luminoso. Barcelona arranca con Gaudí, el bullicio de sus mercados y el Mediterráneo siempre cerca. Siguiendo hacia el sur, Tarragona muestra restos romanos al lado de playas doradas. Castellón sorprende al que se adentra en el interior: montañas, pueblos tranquilos y carreteras que casi no salen en los mapas turísticos. Valencia, en cambio, es pura mezcla: la modernidad de la Ciudad de las Artes y las Ciencias frente a la vida del barrio del Carmen o la huerta. Y cómo no, la paella junto al mar. Comerla en la playa, con los pies casi en la arena, es parte del viaje.
España, un país para perderse
Al final, estas rutas demuestran lo mismo: España se disfruta sin prisas. Viajar en coche aquí es aceptar que lo inesperado forma parte del plan. Un atardecer desde el arcén, una conversación con alguien del lugar, un desvío improvisado que lleva a una playa vacía. Lo mejor es que ningún viaje es igual a otro. Puedes repetir ruta y, aun así, descubrir algo distinto: otro bar, otra vista, otra fiesta en la plaza del pueblo. España cambia con cada curva y la carretera es la mejor manera de comprobarlo.